viernes, 11 de julio de 2014

Un bodrio mundial

Luis Suárez mordiendo a Chiellini, tal vez el momento estelar del campeonato
Mundial 2014. Primera semifinal. Alemania le atiza cuatro goles a Brasil (5 estrellas y gran favorito de las casas de apuestas) en 6 minutos en el Mineirao de Belo Horizonte. Al anfitrión. Acaba el partido 1-7. Tan normal. Segunda semifinal. Holanda y Argentina repiten la final del 78, la de Videla entregando una copa predestinada a los suyos, aquella segunda derrota consecutiva en una final en la que una Oranje sin Cruyff se disponía a reparar el daño histórico del 74, cuando malogró su primer título por una juerga con putas al creer que vencerían con las piernas atadas con cuerdas. El remake de 2014 (con Messi y Robben, ojo) termina 0-0 en 90 minutos, continúa así en la prórroga y así se habría mantenido de haberse seguido jugando hasta que hubiera ocurrido un auto gol o la muerte de los contendientes. Aburrido como una rally de caracoles. Tanto que los porteros podrían haberlo presenciado tumbados en el hotel, vaciando el minibar. Por vez primera en la historia de la Copa del Mundo (84 años y 20 fases finales después) un penúltimo partido se nos iba a las dos horas sin goles.


Volvamos al 1-7. Como en muchas otras copas, el anfitrión parecía condenado a ganar. Le pasó a la gran Brasil de 1950 que le metió media docena a la España de Zarra y Ramallets, a Italia en 1990 cuando Maradona les dividió y les venció, a Portugal en la Euro 2004, que le arrebató la ignominiosa tacañería griega, o al embrión de la actual Alemania en 2006, hundida en semifinales en el minuto 119, cuando los italianos suelen empezar sus partidos.

El yunque de la obligación como flotador. La grada, que alienta tanto que se lleva el oxígeno.

Aquí había otro elemento en discordia, y es que esta selección carioca es un fiasco absoluto; una banda que se ha dejado rejonear en cuanto le han ligado tres pases rápidos y le han corrido. Scolari, Aizkolari de hacha gruesa más bien, no sólo figurará en los libros como el piloto de la mayor masacre amarilla en un mundial. Lo suyo es peor. Le corresponde la autoría de un fútbol brusco, violento incluso, y torpe, sin otro truco para hacer daño (del otro) que un Neymar al que los árbitros protegieron tanto que no pudieron evitarle una salida en camilla con el espinazo roto. Colombia, que le daba a Brasil el cuarto baño de fútbol en este campeonato (Croacia, México y Chile se ocuparon de los tres primeros) liberó a Neymar del ridículo desenlace de un fatal rodillazo pero acabó de castrar a una selección que apestaba a vacío.

La banda de Scolari debió haber tomado conciencia antes de su insignificancia y haber caído con cierta gracia en octavos, frente a Chile. Pero tuvo mala suerte. El trallazo de Pinilla en el último minuto se estrelló en el larguero y privó al anfitrión de una muerte digna. De llorar, sí, pero también con el biombo de la mala suerte tapándoles las vergüenzas que habrían de enseñar después. Brasil dijo tras aquellos penaltis que dios iba con ellos, con el emperador Julio César. Pero no. Fue una crueldad que atravesara esa raya prohibida de la competición. Le estaban advirtiendo, como ese dibujo de los postes eléctricos en el que un rayo alcanza a un tipo que se desploma hacia atrás. No te lo quieres creer, pero por si acaso no tocas el metal. Brasil lo tocó y se achicharró viva.

Porque en cuartos Colombia le pintó la cara. Al equipo de James le faltó un café bien cargado antes de tirarse al césped. Le pudo el vértigo de verse ahí. Pasa en los mundiales, que buenos equipos en la fase de grupos se enredan con los hilos de la historia a la hora del par o impar. James, un crío que transpira temperamento, consiguió deshacer los nudos en la segunda parte, tarde. Salió con temple, de macho alfa, desafiando la patada y el empellón de Fernandinho o Silva, que retrataban en Full HD las miserias de una carioca que se había creído algo por meterle tres a una España que había ido a experimentar con los pivotes en la Confederaciones de 2013.

Se mascaba la tragedia.

El “milagro alemán” del 1-7 no consistió en rareza interplanetaria alguna. Se produjo por jugar al fútbol después de jugar al fútbol, por no conformarse al contemplar cómo boquea el rival, sino por buscar el KO cuando la pintaban calva. Igual que hizo Holanda con España. Matar, machacar y tiro de gracia. Por si acaso.

Fue esa partida de billar que la Mannschaft se marcó a costa de los diques de cartón de Scolari lo que mató el Holanda-Argentina. 120 minutos de miedo mutuo al vapuleo perpetraron uno de los duelos más cochambrosos que se recuerdan en el territorio FIFA. Jamás una semifinal dio para tanto terror y tan poco juego, para tanto “ordem” y tan poco “progresso”. Hablar de aburrimiento es pecar de una indulgencia que no merecen Sabella y Van Gaal, que se ataron los cordones por encima del velcro, que tapaba a su vez los botones, abrochados y cosidos a los ojales con bramante irrompible.

Sucede que los mundiales no se miden por un Croacia-Camerún por el tercer puesto de un grupo. La vara que los coloca entre los espantos miserables o los espectáculos perennes se decanta a partir de los octavos de final y aporta más a la etiqueta de archivo del campeonato cuanto más cerca están los partido de la gran final del domingo.

Con cuatro ¿equipos? Vivos en el torneo, sólo Alemania se ha molestado en pulir esta vigésima edición y con la inestimable colaboración de un rival que no merece llevar junto a sus caros corazones de mármol el mismo escudo que lucieron y honraron Pelé, Garrincha, Zico, Romario, Rivaldo o Ronaldo.

A Joachim Löw le debemos que nos salvara de la ganga absoluta. No obstante, si fuera cierto aquello de que las victorias de un ejército se miden por el poderío de sus enemigos, quizá tampoco haya acreditado tanta gloria. Eso sí, la suficiente para que Alemania merezca levantar esta copa más que nadie. No por el 1-7, sino porque a diferencia de los otros tres semifinalistas no está fiando su suerte a un único momento de inspiración de un único hombre, sino a la aportación del bloque completo a un modelo de juego, lo mismo que llevo a España a conquistar Sudáfrica: personalidad definida.

Pues sí, este Mundial 2014 lo recordaremos por la debacle inaugural de España, la campeona, en la final repetida de 2010, por el mordisco de Luis Suárez a Chiellini, por la humillación germana pre-Maracanazo a los caseros de las cinco estrellas, por los silbidos de un público que parecía intuir con su terror el desenlace fatal de su selección, por el spray en las faltas o el ojo de halcón, por muchos goles en el descuento, por la colección de prórrogas, por el truco de Van Gaal con los porteros, por las protestas callejeras y las infraestructuras a medio terminar... Pero por fútbol, poco poquito.

¿Dictamen? Un bodrio que describe con gran realismo (no, con explícito naturalismo) la deriva del fútbol.

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