viernes, 23 de mayo de 2014

No hay un jurado número 8


Los juicios figuran en el altar de mis subgéneros cinematográficos favoritos. De hecho, me hice abogado por esa razón (hasta que me pillaron ejerciendo sin una sola asignatura de la carrera aprobada y me largaron a patadas). Pero esa no es la cuestión, sino otra muy diferente, la que nos llevará el próximo 10 de junio a la Audiencia Nacional, donde cinco magistrados decidirán si el Club Deportivo Guadalajara juega en la liga pequeña de Tebas o se queda donde está.


Para no andar con mucho suspense os voy avanzando lo que esos cinco jueces decidirán: que no, que nos jodemos, porque a diferencia del cine, queridos, esto es la puta vida real. España para más señas, el paraíso de la ceguera judicial.

En la ilustrísima “Doce hombres sin piedad” (1957, Sidney Lumet) Henry Fonda es el comprensivo miembro de un jurado que convence a los otros once de que el cristalino caso de asesinato que tienen la responsabilidad de juzgar ofrece dudas razonables para llenar un barco petrolero. Este filme, probablemente el mejor de la historia del subgénero, nos ofrece una visión entrañable del concepto Justicia, tan utópica en el retrato de la persuasión como argumento para el desmantelamiento de los prejuicios humanos que te ablanda las carnes hasta hacerte creer que las cosas ciertas siempren ven la luz aún en las circunstancias más adversas.

“Doce hombres sin piedad” no es tanto una película en la que se debaten los entresijos de un crimen en busca de autor o de un presunto autor en busca de condena. La materia juzgada es la estupidez de la masa, su dificultad para discernir de manera crítica lo que ve y lo que oye a no ser que sigan al que porta la linterna, al que se despoja del dañino juicio previo. Resulta que en el gran cine yanqui de juicios la decisión final, el veredicto, suele recaer en esa docena de oficinistas, mecánicos, peluqueras o vendedores de coches que reciben del Estado la potestad para decidir sobre la culpabilidad o inocencia del acusado. El débil decidiendo la suerte de otro débil. El juez es mero árbitro, un tipo que le dice a la taquígrafa que no anote algo en la transcripción o que una prueba es inadmisible. El biombo son las vivencias de cada uno, sus experiencias, las verrugas que te van quedando en el alma.

Entre los hechos y la sentencia hay un jurado, no un juez o varios, notable diferencia con lo que se va a encontrar el Dépor el día 10 en la Audiencia Nacional. Los 5.700 kilómetros que separan Nueva York de Madrid se multiplican por diez elevado al cubo cuando cambiamos a 11 tipos corrientes más Henry Fonda (el astuto, prudente y bondadoso jurado número 8) por cinco jueces profesionales cuya misión en esta vida suele ser la de proteger al poder, abrigarlo con la manta y darle el besito de buenas noches sin arriesgarse a poner a Mercurio junto a Júpiter.

Sí, queridos amigos, siento decirlo tan crudamente pero los jueces no están ahí para cambiar el orden lógico por el que fluye el poder desde arriba hasta abajo. Están ahí para perpetuar el curso natural de un torrente que mana exactamente igual desde los tiempos de maricastaña, de los reyes absolutos.
Vosotros, como yo, tenéis aún esa candidez de creer que hay una Justicia incorruptible a las castas, a la jerarquía, al orden vertical como una grasienta cucaña como motor del orden mismo. En nuestros sueños húmedos la infanta o Miguel Blesa acaban entre rejas vestidos de naranja, caminando a pasos cortos con grilletes en los pies, haciendo fila desnudos para entrar acojonados en una ducha colectiva donde les miran con lascivia y les ponen morritos. Nos confundimos. Gravemente además. Hemos visto muchas películas en las que un abogado incorruptible y tozudo remonta ese río del poder como un salmón, librándose de los zarpazos de los osos que se lo quieren comer desde ambas orillas.

El judicial es el poder último y de “porsiacaso”, el que pone los diques y sacos terreros a las aguas que escupen los campos de alrededor más allá de unas tolerables riberas, esas líneas que fijan las cuadrículas del prestigio institucional, como si en España el prestigio institucional no fuera una puta barata que va de taberna en taberna buscando marineros a los que hacer un apaño.

Desde Montesquieu a esta parte, hemos ganado que el Estado disponga de tres ocasiones para joderte la vida en vez de una y definitiva. Es pura apariencia. Una concesión tramposa para que creamos que el sistema nos ofrece prórroga y penaltis. En el caso del Pueblo contra el Dépor tenemos a Miguel Cardenal actuando como el poder legislativo, imponiendo la norma del sacrificio de un chivo a Javier Tebas, el poder ejecutivo (el ejecutor, más bien) que lo degolló en el ágora del fútbol y se bebió su sangre caliente elevando el cadáver blando al cielo.

Ahora aparecen los cinco magistrados como una manada de hienas que limpiará las vísceras esparcidas al explotar la bomba de neutrones que nos metieron en el culo por intentar que fueran redondas esas cuadrículas indeformables. Los tres poderes no son más que espadas de un mismo escudo de armas cuya misión es que nada cambie. “Dios, Patria y Rey”, que decían los Carlistas. Los tres poderes son Xavi, Iniesta y Messi mareando la bola en el círculo central en un partido de la Copa de Cataluña contra el Manlleu.

Desde la antesala de ese garrotazo vil con tiro de gracia que van a darnos los jueces, vosotros seguís creyendo en un Jurado número 8, un buen hombre que aparque los prejuicios y convenza a los demás. Pasa que os acordáis de Paul Newman en “Veredicto final”, de James Stewart en “Anatomía de un asesinato” o de Gregory Peck en “Matar a un ruiseñor”. Puede que de Tom Cruise acorralando a Jack Nicholson en “Algunos hombres buenos” (-¿Ordenó usted el Código Rojo, Coronel? -Sí, qué demonios, hijo. ¡Tú me quieres en ese muro, me necesitas en ese muro!). Os acordáis de testigos valientes, de jurados sensatos, repentinos chivatazos, interrogatorios en los que el mentiroso o el corrupto se desmoronan hasta reconocer su culpa, escalinatas flanqueadas por estatuas de bronce entre las que desfila toda esa buena gente orgullosa, borracha de Justicia y de Verdad.

Con todo el dolor de mi corazón os anticipo que la Audiencia Nacional se va a cagar en nuestra tierna campaña tuitera y se va a limpiar el culo con la camiseta morada porque en el mundo real los cinco hombres sin piedad no son más que eso. Así, literalmente. No hay infiltrados que resuelvan concederle unos minutos de su valioso tiempo a un adolescente puertorriqueño que ya era culpable al nacer. No hay un jurado número 8 para los perros flacos. Sólo un saco de pulgas con garrapatas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario