lunes, 17 de octubre de 2011

Chocolate blanco para Willy Wonka


Vestir de blanco en Can Barça es suficiente espuela para que el equipo local no quiera dejar de ti ni las cáscaras. Ganarle en el último suspiro en una jugada aislada con ese color de atuendo es últimamente sinónimo de ”final inesperado”, incluso un sucedáneo de El Dorado, ese perpetuo sueño erótico merengue que dura ya más de un lustro. Hacerlo relativizando el concepto de justicia futbolística puede convertirlo en una experiencia de arrobamiento místico. Dejad de pellizcaros. Es una verdad como un templo que el Dépor ayer se pulió las piedras más selectas de la mejor cantera del mundo en el descuento.


Partiendo de la base de que el Barça B está hecho a imagen y semejanza del equipo grande, cualquier suma de puntos en el Miniestadi (maxiestadi comparado con el Escartín) era néctar de dioses. La infatigable producción de La Masía comienza a ser injuriosa para otros clubes. Sus cosechas transgénicas no sólo son de clase, sino también de estilo, la técnica reproductiva por la que ha optado toda la estructura culé y, con ella, también la selección española, campeona este verano de casi todo lo que se ha jugado en versión sub no se cuántos con muchos artistas de esta fantástica factoría digna de Willy Wonka. Al Barça B le puede faltar todavía la chispa que le ponían Thiago, Nolito o Soriano, pero dará muchos disgustos a pesar de dar una cierta impresión de poco gol. Ya veréis cómo estas criaturitas desollan a más de uno.

De hecho, ayer estuvo al borde de empaquetarnos con una mezcla de innatas habilidades naturales y la ayuda de un árbitro con nombre de personaje de Tintín dotado de la sibilina mala fe del que toma cuatro o cinco decisiones clave en momentos trascendentales, como pitar una falta al borde de la frontal que no era y que valió un empate, un penalti que tampoco y que pudo haber valido una victoria, indultar a Dos Santos de una clara expulsión por empujar sin disimulo a Jonan y por cortar cualquier atisbo de contragolpe morado a base de faltitas que únicamente existieron en su imaginación.

En la hoja de servicios del árbitro, quizá movido por la teoría compensatoria de la mala conciencia o el ensañamiento en la sentencia por puro prejuicio, cabe reseñar el hecho de que mandase repetir el penalti cuando un jugador azulgrana penetró sin disimulo en el área arrastrando por inercia a Barral. Los de Gol TV afirmaron entonces que esa circunstancia debería haber motivado la valía del tanto, aunque también estuvieron confundiendo los nombres de nuestros futbolistas durante los noventa y pico minutos, lo cual resta bastante credibilidad a su relato neutral del partido.

Entre pitos y flautas de caramelo, el Dépor hizo un papel digno en la primera parte y se empequeñeció a nivel molecular en la segunda, posibilitando que el enfrentamiento adoptase esa forma de partido de balonmano que tantas veces se percibe con el Barça de Guardiola mareando al rival sobre el césped. Puede que Terrazas aprendiera la lección de Villarreal, puede que estas cosas se produzcan por simple empuje, sin que se pueda obedecer la voz que proviene desde la banda. Lo cierto es que el Dépor parecía un equipo de categoría inferior frente a este Barça B y su ramillete de incuestionables futuras estrellas (Rafinha, Dos Santos, Montoya, Femenía, Sergi Roberto, Cuenca o Deulofeu).

Los 3 puntos del miniestadi saben a delicatessen de trufa porque se sumaron con un vendaval en contra de toque y ambición, y un árbitro soplando velas. El Dépor avisó desde el principio de sus intenciones, con Aníbal solo en la punta y Rodri disfrazado de falso delantero, una intentona de ahogar ese sobeteo dañino con el que los Barças de todas las edades van agotando al adversario en el centro del campo. No por conservador, el dibujo de Terrazas era menos conveniente. De hecho, el partido pudo haber quedado medio resuelto para nosotros en la primera parte si hubiésemos encontrado el camino vertical del primer toque tras cualquier robo. Una genialidad de Aníbal, el hombre que hace fácil lo difícil y difícil lo fácil, lo abrió de manera inesperada, con un recorte de 180 grados y un extraño disparo-pase en vaselina que se coló por la escuadra. Un gol que ya figura entre lo más florido de nuestras huérfanas vitrinas.

A partir de ahí apareció un Dépor tembloroso, roñoso por momentos, cada vez más amigo de Saizar y menos de Olazábal, un Dépor arácnido que hacía por tejer su tela con algún que otro roto, más por el costado de Antonio Moreno que por el de un inmenso –otra vez más- Barral, que acabó por provocar el viaje de banda de la golosina que tiene Eusebio para estas desgraciadas tardes, el escapista Deulofeu.

Me quedo con los tres puntos predestinados a instalarse entre los puestos de flores de colores de Las Ramblas, con la resurrección de un Saizar que contra el Hércules defendió una portería que se movía de esquina a esquina, con la palmada de confianza a David Fernández tras su destierro, las osadías a veces infundadas de Rodri, la mano-pie indefendible de Ernesto, la madurez y la listeza de Soria y el bautismo de fuego de Gaffoor en un día de mucha nube. Suficiente para un equipo que ayer pasó medio partido haciendo ensayos de rugby con el balón y girando el cuello para ver por dónde entraban como el agua los enanos ayudantes del mágico Willy Wonka.

Vestido de blanco, el Dépor demostró que la justicia en el fútbol es más para los plazos largos que para los cortos y se trajo tres puntos de Barcelona que quizá no mereció a juzgar por el color y la consistencia que iba tomando la caca del enfermo. El destino quiso además que el villano del anterior episodio (Saizar) fuese el héroe en ese día grande, el del indescriptible gustazo que es darles chocolate blanco a los fabulosos herederos de la fábrica de sueños más productiva del universo, una factoría de ficción a la altura de Dreamworks, Ghibli o Pixar a la que posiblemente sólo se pueda ganar con avaricia, suerte y tirando de pata de gallo.

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