lunes, 15 de noviembre de 2010

Dos maestros, dos parábolas. Cuesta creerlo

En algunos partidos pasa que una sola jugada de un único futbolista, o un futbolista único, que no es lo mismo, ensombrece el trabajo colectivo de todo el equipo. Falsamente se le atribuye a Maradona el mundial de México 86 o a Zidane el de Francia 98, cuando en realidad ambos estaban rodeados de excelentes jugadores de equipo, bloques a los que era complicado superar y que tuvieron la gran fortuna de contar con un individuo desequilibrante en esos momentos en los que se rompen los partidos por un breve detalle.


El domingo en Valdebebas, Rubén Cuesta hizo un gol insuperable, de los que se ven cada muchos años. La parábola perfecta de un maestro se mencionaba en la crónica de la web del Madrid, en el AS pero curiosamente, en la prensa local, sólo Diego Gómez (El Decano digital) le concedía en el titular del partido la merecida medalla al autor del gol más espectacular que quizá haya marcado el Dépor en muchos años. No el más importante, pero sí el más difícil, el más vistoso, de los que te hacen botar del asiento como si se te hubieran soltado de golpe los tendones de los glúteos.

Cuesta creer el gol hasta viéndolo repetido. También cuesta creer que las letras gordas no le concedan su merecida gloria eventual por una maniobra de tanta belleza y eficacia. Sin embargo, esa dispersión del neón de la victoria deja entrever que el arte de Rubén y su parábola perfecta están a la sombra de un sistema cuyo mérito corresponde a Terrazas/Faemino, ese gran entrenador que vive dentro de un cuerpo de enterrador de película del oeste y que ha recompuesto el pan desde las migas. Cuesta es un jugador de gran calidad técnica pero no ganó el partido solo. Alrededor tenía un ramillete de compañeros que ayer hicieron global e individualmente un partido fantástico.

Puede que la parábola perfecta encierre en su sensacional aritmética otra parábola más perfecta aún: lo que Faemino ha unido, no lo separa un hombre.

Amén.

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